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Entre sus manos yacía su única herencia de un padre bibliófilo con tan pocos tornillos como centavos. El pergamino parecía antiguo, de cuántos años no sabría decir. Era de un color marrón muy oscuro y parecía manchado con rayas de tinta por todo lo largo. Era tan patético que lo consideraba un desperdicio tanto de papel como de tinta; la última gran muestra de locura de su progenitor, seguramente.

Tantos libros en la cabeza, tanta tinta acumulada en el índice por haber recorrido kilómetros de líneas escritas, tanta hambre que dejó de sentirla, el muy desgraciado, dejándosela toda a él.

Leer entre líneas era especialidad suya, y estaba seguro de que esta era la forma que su padre había escogido para reírse en su cara.

Cansado, padeciendo una furia fría encima del hambre y la sed, dejó el trozo de pergamino en la oxidada banca del parque; se marchó para no volver jamás, sin mirar atrás ni una sola vez.

Una pena saber leer entre líneas cuando no se sabe leerlas.

Se quedó entonces aquel tesoro muy bien enterrado en sí mismo, con miles de letras apretadas, formando palabras, formando oraciones, formando textos únicos. Lo mejor de la biblioteca mental de su padre meticulosamente escrito en treinta centímetros cuadrados.

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Citas, cuentos y poemas. La variedad de autores más grande dentro de las posibilidades de los creadores. Libros de todos los temas, tamaños, colores y sabores.

martes, 5 de abril de 2011

Teoría de los Comedores de Uñas

Los comedores de uñas desnudamos nuestros dedos para una percepción descarnada, puntas desguardecidas para tocar un mundo que hace doler. El ser no cierra en nuestro tacto poco firme. Manos para sentir, en su ausencia de belleza. Carne sensible, suspendida, que no cierra. El encarnizamiento de mi boca con mis uñas es el síntoma de un empecinamiento traspuesto. Otro deseo, en el que no cejo, pero al que llevo a un terreno de carne y diente y uña aparece allí, saciando sus tensiones y sus voluntades compulsivas. Estoy perdido, absorto, fuera de mí, en trance, en un ridículo trance de epiléptico con suerte, llevado a la uña como una alternativa fisiológica más digna. Mis dientes tratan una y otra vez de enganchar ese pedacito, esa saliencia, ese borde, ese filo que ya cede. Inmediatamente después de la victoria, sobreviene la desazón: no fui capaz de control, al gran vicio, salud.
Comerse las uñas es quererse inacabado, no se podría decir que un comedor de uñas está bien terminado, como se lo puede decir de una Fender o de un BMW. En la imagen de mis uñas, perfectas, hay uno que no soy yo. Tengo que evitar la caída de mi boca y de mis dedos en esa sucesión compulsiva de encuentros y mordisqueos; nada puedo extraer de la punta de mis dedos que me ayude a cambiar el ser que me dispone al mundo.

Alejandro Rozitchner, Conciencia Rockera
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Este texto de Rozitchner tuve que sacarlo de un video en donde lo lee en voz alta, pues no encontré ninguna versión en el internet, así que es posible y probable que los signos de puntuación estén mal, I did my best.
Me agradan las reflexiones de Rozitchner (y me agrada escribir su apellido cada vez que puedo), aunque en su mayoría habla sobre el ateismo (no tengo nada en contra, de hecho soy lo que se podría llamar atea, pero me interesa poco defenderme de los religiosos) tiene este libro, Conciencia Rockera, que suena... por lo menos interesante. Me agrada su teoría de los comedores de uñas, no podría explicar por qué. Probablemente porque me siento identificada.